03.08.2011 - Como siempre, el tiempo terminará dirimiendo y la síntesis erosionará la memoria para poder guardar a Martín Palermo en su correspondiente celda y bajo su correspondiente título.
Así como Maradona fue algo más que el gol a los ingleses y un gesto irreverente, Kempes más que el gol a Holanda, Caniggia que el gol a Brasil, Houseman que un gol borracho, Rattín que una sentada en alfombra, algo lejos de éstos, Martín Palermo transita el tiempo de su ineludible rotulación.
El arco de opiniones es inabarcable y si bien su identificación es puramente xeneize, el reconocimiento trascendió la camiseta para amalgamar el aplauso.
Las razones del “afecto generalizado” a Palermo (nunca mejor dicho “generalizado”) no surgen del mismo cauce y podríamos decir que muchas de ellas provienen de lugares poco confesables.
Podría ponerse al Titán en muchas listas y asignarle no menos récords (positivos y negativos). Sin dudar, es el máximo goleador histórico de Boca y el paradigma del goleador torpe, el que hizo y erró goles imposibles. Sus increíbles aciertos fueron ovacionados y, doblemente, al llegar combinados con inverosímiles yerros: de la proeza al ridículo y del aplauso a la burla en instantes. Y allí, el luchador incansable de frente siempre alta: inimputable.
El tiempo dirá si su rótulo se acercará más al “tronco de higueras” (Sanfilippo) que al “optimista del gol” (Bianchi) o terminará combinando facetas para generar discusiones irresolutas.
En esa tónica de picos se desarrolló toda su carrera. Imposible de quebrar la cintura pudo clavar golazos al ángulo, errando tres penales juntos hizo goles de 50 metros y hasta festejando se quebró.
En esa tónica, rozando lo bizarro, fue su despedida: le calzaron una capa (“Super Martín”) y le regalaron el arco de la cancha de Boca (2.44 x 7.31 metros), hechos que no dejaron de emocionar ni tampoco de generar la “risa Palermo”.
Al poco tiempo lo llamaron y le dijeron que el arco debía volver a la cancha (jugaban Gimnasia y Huracán) y dijeron que “no llegamos a comprar otro” y entonces le quitaron la placa que le habían incrustado en el travesaño.
Finalmente pudo llevárselo y, después de todo, lo encontraron (hoy) “rayado, quebrado, sucio y abandonado en un galpón donde se construye un complejo deportivo”.
Es casi imposible distinguirlo cuando se ingresa en el tinglado donde la estructura de hierro descansa… está cubierto de polvo, tiene elementos de construcción tirados encima, y se convirtió en un invitado de lujo de los trabajadores del depósito, que deben esquivar el arco lo más que puedan.
"Pesaba como una tonelada. Nosotros lo miramos todos los días. Una vez que no estaba el jefe pensamos en levantarlo y patear un par de veces, sacarnos unas fotos. Yo si fuera Palermo se lo hubiese cambiado por un Porsche", dijo uno de los albañiles.
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Tristelme y Viatri de fiesta.
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