21 de abril de 2014

Brasileños rechazan el Mundial 2014.


Los datos y estadísticas de economistas ortodoxos ponen a Brasil, sexta potencia económica del mundo, como una nación poderosa, puntera en biotecnología y rica en materias primas como minerales, soja y carne. Sin embargo, Brasil es un inmenso pozo de pobreza. Frente al nacimiento de una nueva clase media con mayor capacidad adquisitiva, late una pobreza que, en su extremo, muestra dos millones de personas viviendo en las calles.

La mecha de revulsivo descontento prendió hace casi un año, cuando se aumentó en 20 centavos (0,07 euros) el precio del transporte público en São Paulo. 1,2 millones de personas tomaron la Avenida Paulista (arteria principal), en estática protesta.

Su expresión se acentuó en torno a la Copa Confederaciones (2013) y desde entonces envuelve a la Copa del Mundo. Brasil, el país del fútbol, rechaza ahora un Mundial.

“Amamos el fútbol. ¿Cómo no vamos a querer que la Copa se celebre aquí? El problema es el dinero que se ha invertido. ¿Qué sentido tienen las 12 sedes? ¿Y la de Manaos? Después del torneo, allí no va a jugar nadie”, denuncia Eduardo, torcedor del Santos.

El Ovni que significa un Mundial en cada país anfitrión es cada vez más resistido. Lejos de que FIFA se adapte a la nación (que invade), es la nación la que festeja su elección y debe cumplir con las normas del organismo multinacional. Las obras de construcción y reforma de los estadios, cifradas al principio en 800 millones de euros, superan ya los 2.700: una inversión total superior a la que efectuaron Alemania 2006 y Sudáfrica 2010 juntas.


A pesar de que el Gobierno intente camuflarlo, el malestar es evidente. Los mensajes de rechazo están a la vista: “Não vai ter Copa” [No habrá Copa], reza un cartel instalado en los bajos del edificio Martinelli, en el corazón financiero de São Paulo. “Es la Copa de la élite, de los ricos, de la FIFA. Existen otras prioridades”, dice Jô, vendedor del colorido mercado municipal.

El presupuesto para el torneo asciende a unos 10.000 millones de euros, el mayor desembolso en la historia de estos eventos. Sin embargo, persisten los problemas de infraestructura en todo el país. Los proyectos de movilidad urbana, indispensables en un estado en el que el tráfico en un problema endémico, casi no han avanzado. Los aeropuertos están inacabados y se colapsan con facilidad. El precio de los servicios se encareció en 2013 en un 8,75% y el dispendio del dinero público enerva a los habitantes, que reclaman más recursos para la educación y la sanidad.

Desde el gobierno bajan otro mensaje: “El sentimiento de que vamos a tener una gran fiesta comienza a predominar”, dice la vicealcaldesa de la ciudad, Nádia Campeão. 

“Defenderemos las manifestaciones pacíficas y actuaremos contra las violentas. En Europa y Rusia hay guerras civiles. ¿Cómo no va a haber problemas aquí? Somos un país pacífico y tolerante, pero existe una desigualdad importante. Brasil tiene 16.000 kilómetros de fronteras, pero no libramos ninguna guerra con nadie”, defiende el ministro de Deportes, Aldo Rebelo, ante un grupo de periodistas invitados a Brasil.

De ahí que cada Mundial se lleva cada vez un mayor presupuesto en seguridad. El gobierno brasileño diseñó un complejo entramado que integra a las 12 ciudades que acogerán el Mundial con 180.000 agentes (número récord). La célula principal, fijada en Brasilia, se activará el 23 de mayo y permanecerá hasta el 18 de julio, cinco días después de la Copa, trabajará 24 horas al día y su coste es de 260 millones de euros.

El humor brasileño cae en paralelo a la popularidad de Dilma Rousseff. El Mundial y la cita olímpica (Río 2016) requerirán un gasto total de unos 19.000 millones de euros. En contraposición, de los 600.000 turistas que se esperan, la expectativa disminuyó a la mitad. Sólo la hostelería, el comercio y la alimentación, por un periodo breve, sacarán tajada.

La FIFA sí que está haciendo negocio. Hasta ahora, sus ingresos se estiman en unos 1.000 millones de euros. Una encuesta reciente efectuada por el instituto Datafolha revela que el 55% de los brasileños cree que el Mundial traerá consigo más perjuicios que beneficios. Solo un 36% se muestra optimista.

“Nací en 1958. ¡Claro que quiero que el Mundial se celebre aquí! Todos sabemos que el país no está del todo preparado, pero es nuestra oportunidad de demostrar al mundo cómo somos. Aunque hayamos dejado todo para el final, como casi siempre, organizaremos una Copa del Mundo espectacular”, dice João, vendedor de helados en el parque de Ibirapuera.

Son las dos caras de Brasil, un coloso paradójico. Aquel país que venera el fútbol y ese otro que ahora reclama más atenciones. Las brasas siguen incandescentes.

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